Entre los antiguos peruanos, el culto a los muertos era excepcional, lo muestran en sus prácticas para preservar los cadáveres de sus seres queridos y en el especial cuidado a la hora de construir los lugares donde descansaban .
Un perfecto ejemplo son los sarcófagos de Karajía. Todo esto por cuanto dominaba firmemente la idea de que, de corromperse el cadáver, concluía también la vida que experimentaba el ser amado más allá de la muerte. Los chachapoyas, moradores de los Andes amazónicos, emplearon básicamente dos patrones funerarios: el mausoleo y el sarcófago.
Los sarcófagos de los chachapoyas están conformados por una especie de gran cápsula de paredes construidas con tierra arcillosa mezclada con piedras pequeñas, madera y paja. Su apariencia —cabeza, busto y cuerpo— evoca los contornos de un ser humano. El sarcófago ofrece el espacio necesario para cobijar a un difunto ilustre: momificado, sentado y arropado con tejidos. Las cabezas de los sarcófagos chachapoyas eran modeladas en arcilla, tienen una nariz saliente, ganchuda, al parecer alusiva a un pico de un ave de rapiña. Originalmente, todos los sarcófagos de Karajía lucían sobre sus cabezas un cráneo ritual que les confería majestad. Los sarcófagos de Karajía fueron emplazados en una gruta en lo alto de un precipicio, excavada por el hombre. Parece que no se recurría a este procedimiento para resguardarlos de buscadores de tesoros, ya que en el antiguo Perú había un profundo respeto por los difuntos. Ni siquiera sus pertenencias debían ser tocadas, pues, según la creencia, todavía latente, el profanador podría sufrir la parálisis de alguno de sus miembros; hasta podía producirle la muerte por venganza del difunto. Esto popularmente se conoce como “antimonio”.