En el Neolítico, a partir del octavo milenio antes de nuestra era, se fueron imponiendo las sepulturas colectivas, situadas en zonas alejadas de las aldeas, al modo de nuestros cementerios.
En lugares tan dispares como Biblos (Fenicia, cerca del actual Beirut), el Tigris medio o la meseta de Irán, los cadáveres se enterraban en grandes tinajas de cerámica común, pero de grandes dimensiones, como las utilizadas para almacenar el grano. También hubo, sobre todo en una amplia zona de la Europa central, sepulturas individuales, rodeadas o cubiertas de losas, o señalizadas por túmulos de grandes piedras. Y la creencia en el más allá se tradujo cada vez con mayor firmeza en el incremento de la riqueza de las ofrendas y los ajuares funerarios.
El culto a los muertos se constata progresivamente, hasta el inicio de la historia propiamente dicha, en los rituales de conservación de los cráneos, práctica de la que se tiene constancia en Jericó (Palestina) y en Hacilar (Anatolia). Se han encontrado cráneos alineados sobre piedras llanas, posiblemente expuestos a la veneración de los vivos.
Estas y muchas otras inquietudes aparentemente funerarias culminaron con la construcción de grandes moles pétreas, llamadas megalitos (como los menhires, los dólmenes o las alineaciones pétreas de Stonehenge) cuyo origen y significado todavía no son plenamente conocidos, pero que, en cualquier caso, constituyen los primeros monumentos funerarios que fueron construidos por la mano del hombre y que han llegado más o menos intactos hasta nuestros días.